jueves, 24 de septiembre de 2009

Mensaje Final del XVI-Consejo de las Provincias

«Abrazando el Evangelio: La comunidad carmelita en la fe, la esperanza y la caridad»

San Felice del Benaco (Brescia), Italia, 3-12 septiembre 2009

Introducción

El XVI Consejo de las Provincias ha tenido lugar en el Carmelo de San Felice del Benaco, del 3 al 12 de septiembre de 2009. El tema del encuentro ha sido: "Abrazando el Evangelio: La comunidad carmelita en la fe, la esperanza y la caridad". El Prior General y los miembros del Consejo General han estado reunidos con los Priores Provinciales, Comisarios Generales, Comisarios Provinciales y Delegados Generales de todos los continentes, lo que nos ha recordado nuevamente el continuo crecimiento de la presencia carmelita en todo el mundo. Durante el encuentro se ha vivido una experiencia fraterna muy edificante, a la vez que se reflexionaba sobre los retos y las posibilidades que tiene actualmente la comunidad carmelita.

Centralidad de la comunidad

El Prior General habló de la comunidad como un elemento central para vivir como carmelitas. La comunidad conforma un ámbito de encuentro y de crecimiento en el que se construyen relaciones de confianza. Esta confianza surge al compartir la oración, las reuniones fraternas y trabajar juntos sirviendo al pueblo de Dios. Para llegar a ser expertos de reconciliación, tenemos que reconocer que todos necesitamos ser sanados y perdonados. No ha de extrañarnos, por tanto, que nuestro modo de vida reclame una constante conversión y perseverancia en los valores de nuestro carisma carmelita. La comunidad carmelita está amenazada sobre todo por el individualismo que procede de algunas formas de secularismo que hoy existen en nuestra sociedad.

La comunidad es un testimonio contra la tiranía de la normalidad que nuestra sociedad contemporánea promueve. Jean Vanier, fundador de las comunidades de "El Arca", nos dijo que vivimos en un mundo donde los débiles son rechazados por el miedo y la inseguridad que sentimos dentro de nosotros. Sin embargo, permanece el misterio de que somos sanados por aquellos que nosotros mismos rechazamos (Cf. 1 Cor 12,22). Pero la sanación tan sólo puede tener lugar cuando estamos preparados para relacionarnos con el otro, escuchando compasivamente sus llantos y dolores. La comunidad no sólo es el lugar donde experimentamos el amor, sino también donde somos invitados a recibir amor y a compartir el don del amor entre nosotros y con aquellos a los que somos enviados a servir.

Nuestras comunidades llegan a ser signos de esperanza para el mundo cuando aquellos que son débiles tienen un lugar en ellas y son vistos como personas amadas por Dios. Jean Vanier nos animó a trabajar como comunidades en formación que se convierten en lugares genuinos de mutua pertenencia, en los que cada miembro deja espacio para escuchar y ser escuchado con comprensión y en la verdad. La angustia con la que todos cargamos debido a nuestra humanidad herida, sólo será sanada si descubrimos que nuestras comunidades son lugares de fraternidad, confianza y perdón.

Sólo aquel que es amado puede generar amor

El P. Danilo Castello, MCCJ, nos dijo que vivir amando en una comunidad requiere tener actitudes de respeto, adaptación, perdón, aceptación, hospitalidad, diálogo y de asumir riesgos. El amor incondicional con que Dios nos ama se convierte en la medida de nuestro amor humano. De hecho, la felicidad no se encuentra al observar, sin más, las leyes o las normas, sino al relacionarnos con los demás en cuanto hermanos y hermanas. Es en estas relaciones en las que descubrimos que hemos sido creados para vivir en intimidad y transparencia. De este modo llegaremos a mirarnos con los ojos del Evangelio de la Compasión.

Por su parte, el arzobispo Jean-Louis Brugués, O.P., Secretario de la Congregación de la Educación Católica, afirmó que el futuro de la vida religiosa debe fundamentarse en la experiencia de la transcendencia. Para nosotros, los carmelitas, esto significa que tenemos que estar abiertos al amor transformador de Dios, corazón del carisma.

Formación dentro de la comunidad

La Comisión Internación de la Formación presentó nueve criterios sobre la formación y la comunidad. Estos puntos, tomados de la RIVC, dieron ocasión para reflexionar sobre la importancia de la comunidad como un elemento formativo fundamental en el ministerio de la formación (RIVC 55 y 37). Todos nos hemos sentido estimulados a continuar con un espíritu de cooperación regional e internacional dentro de la Orden, especialmente en las áreas formativas y vocacionales.

También los Consejeros Generales y los responsables de las Comisiones de la Orden informaron a los participantes sobre su activa dedicación en el fortalecimiento del espíritu comunitario y de cooperación en toda la Orden.

Conclusión

En cuanto carmelitas, somos conscientes de la sed que existe en nuestra sociedad contemporánea y en la Iglesia por una seria espiritualidad de la encarnación y de la transcendencia. En la reciente canonización de S. Nuno de Santa María, reconocemos a un hombre que encarnó el amor transformador de Dios a través de su auténtico amor hacia los pobres. Liberado de cualquier ambición de dominio sobre los demás, experimentó a Cristo sufriente en los débiles y rechazados de su sociedad. Su vida nos recuerda que Dios ve y ama a toda la humanidad con un amor incondicional.

Nuestro genuino deseo de relacionarnos dentro y fuera de nuestras comunidades carmelitas, debe asentarse sobre las virtudes evangélicas de la fe, la esperanza y la caridad. Sólo cuando estas virtudes son encarnadas en nuestras mutuas relaciones y en aquellas que tenemos con las personas a las que servimos, vivimos verdaderamente nuestra llamada carmelita a abrazar el Evangelio.

Elevamos nuestra oración a Elías, nuestro padre, y a María, nuestra Madre y Hermana, para que nos guíen y fortalezcan a lo largo del camino de fe, esperanza y amor que, como hermanos y hermanas, vivimos en el Carmelo.

martes, 21 de abril de 2009

MARÍA Y LA COMUNIDAD APOSTÓLICA

María y la Comunidad Apostólica

Jesús invitó a sus discípulos a “permanecer en su amor” (Jn 15,7-10), pero el escándalo de la cruz, fue tan fuerte y encegecedor para sus aspiraciones que huyeron, abandonando al Maestro.

Sólo María, el discípulo amado, Juan, con algunas mujeres, permanecieron cerca del Amor, en medio del dolor (Jn 19, 25-27). Frente al dolor o sufrimiento tenemos dos opciones: la dureza del corazón o la apertura a la ternura. María, la madre de Jesús optó por la apertura a la ternura.

María aprendió a “guardar y a meditar en su corazón” (Lc 2,19) todo aquello que a veces con la luz de la razón no es inteligible para la mente humana. Esta experiencia de María ayudó a la naciente comunidad apostólica, pues, María, como primera discípula de su Hijo, supo confiar en los apóstoles, pues, quien “guarda y medita” sabe confiar y esperar, aún “contra toda esperanza”, sabe que Dios es fiel.

Esta confianza de María como discípula y sabiéndose fecunda por la acción del Espíritu Santo desde el momento de la anunciación, le lleva a estar con los discípulos (Hch 1,12-14), confía en ellos, es consciente de la transformación realizada en ella por el Espíritu y espera que el Espíritu convierta en testigos a los apóstoles, como de hecho sucedió, Pedro ya no tiene miedo y anuncia con valentía la buena nueva (Hch 2, 14ss). Con esta experiencia y presencia, María enseña a los apóstoles lo que significa permanecer en el amor de Cristo.

Nosotros, padecemos la ausencia del Señor, conocido ahora sólo por los ojos de la fe. Pero la unción del Espíritu Santo nos llena de la fortaleza de la de María y nos hace activos trabajando por la Iglesia, fiel como María a la herencia de Jesús.

El discípulo discierne con la luz del Espíritu Santo las acciones con que en cada momento participará en la misión. Con la energía de María llena del Espíritu, el discípulo vence el temor y extiende las cuerdas de su tienda, al mismo tiempo que se provee de la ternura para continuar haciendo presente el Reino.

Esta verdad interiorizada lleva al discípulo a cuestionar su amor por Cristo, por el Reino y por la Iglesia, es decir, somos discípulos no funcionarios, nuestra mirada apunta a realidades trascendentes, no a realizaciones históricas, aunque, éstas son necesarias, pero la realización del Reino se inscribe en el corazón del discípulo como un “todavía no” del “ya” de las realizaciones históricas.

La compañía de María en medio de la comunidad de apóstoles libera a la devoción de idealismos subjetivistas y ayuda al creyente a seguir al Maestro en su comunidad eclesial. No es posible contar con María sin contar con la Iglesia, con toda la austeridad de desprendimiento que ello supone. Pero al mismo tiempo no es posible contar con María sin soñar y trabajar con realismo y libertad de espíritu por una Iglesia como la que en ella se hace presente: acogedora de Jesucristo en la fe como María encontrando exclusivamente en él el sentido de su vida y de su misión. Participando de su manera de estar en el mundo, atenta a su propia condición de carne débil y vulnerable, lista para ser socorrida con la unción del Espíritu. Iglesia guiada siempre en sus actuaciones por el principio mariano de mansedumbre, paciencia, paz y libertad de espíritu, que desde la fortaleza de la humildad y del olvido de sí no teme las contradicciones y las represalias que acompañan a la proclamación de la Verdad desinteresada y promotora de justicia desde la fortaleza del amor.

En este sentido, tendríamos que hablar de una presencia transformadora de María. Las personas nos cambian al convivir con nosotros. María nos cambia haciéndose presente en nuestras vidas con todo lo que ella es. María rodearía a los discípulos del afecto que ella sentía hacia Jesús, según el encargo que recibió al pie de la Cruz, y se vería fortalecida por el amor que ellos profesarían a la madre del Maestro.

Para María permanecer en el amor tiene una estructura pascual, su icono es el Cristo Crucificado-Resucitado. Esto se vivencia a través de una pedagogía simultánea, a saber: por un lado, Quien ama tiene los estigmas del Crucificado-Resucitado y no sus cicatrices. Éstas son heridas que uno ha sufrido en la vida y que se espera que el tiempo cierre; en cambio, los estigmas son heridas frescas, sangre viva, amor real, impreso además en el cuerpo. Esto sucede en Jesús, el Cristo, en cuyos miembros el amor ha escrito su relato con el alfabeto de las heridas, indelebles como el amor mismo.

Por el otro, quien tiene los estigmas es un resucitado. Los estigmas son signo de la vida nueva que puede ser transmitida a los otros, más fuertes que toda muerte. Éste es el sentido de las apariciones del Crucificado-Resucitado. Quien lleva los estigmas testimonia exactamente que la herida impresa por la “muerte” no tiene poder mortal, no es muerte, se ha convertido en fuente de vida. Esto es lo que Pablo le refería a los Corintios: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2Cor 4,10-12). Cuando los discípulos o discípulas llevamos los estigmas del Crucificado-Resucitado en nuestros cuerpos, con ellos afirmamos, que el amor de Dios en nosotros siempre reverdece y florece en toda la alegría y gloria que él es en sí mismo, porque la principal pasión de Dios es dar vida, sobre todo allí donde al creyente le parece imposible.

Los apóstoles aprendieron a ser testigos en la escuela de María, aprendamos también nosotros, en la escuela de María, a adentrarnos en las aguas profundas del Evangelio, como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, para ello nos recomienda: Es conveniente utilizar la brújula de la fe para no perdernos. Es solidario desplegar las velas de la esperanza y del amor para no hundirnos en nuestros exclusivos intereses Es prudente llevar el ancla del perdón para detenernos, como ella lo hizo, y ayudar o proclamar la presencia de Dios en nuestros corazones. Es ventajoso remar con el soplo del Espíritu Santo y, con sólo esa seguridad, saber que no hay olas gigantes para el que siempre cree y pone en Dios la última palabra.
Vladimir Pérez, O. Carm