sábado, 17 de mayo de 2008

María la mujer y madre...




María y la Comunidad Apostólica.

Jesús invitó a sus discípulos a “permanecer en su amor” (Jn 15,7-10), pero el escándalo de la cruz, fue tan fuerte y encegecedor para sus aspiraciones que huyeron, abandonando al Maestro.

Sólo María, el discípulo amado, Juan, con algunas mujeres, permanecieron cerca del Amor, en medio del dolor (Jn 19, 25-27). Frente al dolor o sufrimiento tenemos dos opciones: la dureza del corazón o la apertura a la ternura. María, la madre de Jesús optó por la apertura a la ternura.

María aprendió a “guardar y a meditar en su corazón” (Lc 2,19) todo aquello que a veces con la luz de la razón no es inteligible para la mente humana. Esta experiencia de María ayudó a la naciente comunidad apostólica, pues, María, como primera discípula de su Hijo, supo confiar en los apóstoles, pues, quien “guarda y medita” sabe confiar y esperar, aún “contra toda esperanza”, sabe que Dios es fiel.

Esta confianza de María como discípula y sabiéndose fecunda por la acción del Espíritu Santo desde el momento de la anunciación, le lleva a estar con los discípulos (Hch 1,12-14), confía en ellos, es consciente de la transformación realizada en ella por el Espíritu y espera que el Espíritu convierta en testigos a los apóstoles, como de hecho sucedió, Pedro ya no tiene miedo y anuncia con valentía la buena nueva (Hch 2, 14ss). Con esta experiencia y presencia, María enseña a los apóstoles lo que significa permanecer en el amor de Cristo.

Nosotros, padecemos la ausencia del Señor, conocido ahora sólo por los ojos de la fe. Pero la unción del Espíritu Santo nos llena de la fortaleza de la de María y nos hace activos trabajando por la Iglesia, fiel como María a la herencia de Jesús.

El discípulo discierne con la luz del Espíritu Santo las acciones con que en cada momento participará en la misión. Con la energía de María llena del Espíritu, el discípulo vence el temor y extiende las cuerdas de su tienda, al mismo tiempo que se provee de la ternura para continuar haciendo presente el Reino.

Esta verdad interiorizada lleva al discípulo a cuestionar su amor por Cristo, por el Reino y por la Iglesia, es decir, somos discípulos no funcionarios, nuestra mirada apunta a realidades trascendentes, no a realizaciones históricas, aunque, éstas son necesarias, pero la realización del Reino se inscribe en el corazón del discípulo como un “todavía no” del “ya” de las realizaciones históricas.

La compañía de María en medio de la comunidad de apóstoles libera a la devoción de idealismos subjetivistas y ayuda al creyente a seguir al Maestro en su comunidad eclesial. No es posible contar con María sin contar con la Iglesia, con toda la austeridad de desprendimiento que ello supone. Pero al mismo tiempo no es posible contar con María sin soñar y trabajar con realismo y libertad de espíritu por una Iglesia como la que en ella se hace presente: acogedora de Jesucristo en la fe como María encontrando exclusivamente en él el sentido de su vida y de su misión.
Participando de su manera de estar en el mundo, atenta a su propia condición de carne débil y vulnerable, lista para ser socorrida con la unción del Espíritu. Iglesia guiada siempre en sus actuaciones por el principio mariano de mansedumbre, paciencia, paz y libertad de espíritu, que desde la fortaleza de la humildad y del olvido de sí no teme las contradicciones y las represalias que acompañan a la proclamación de la Verdad desinteresada y promotora de justicia desde la fortaleza del amor.
En este sentido, tendríamos que hablar de una presencia transformadora de María. Las personas nos cambian al convivir con nosotros. María nos cambia haciéndose presente en nuestras vidas con todo lo que ella es. María rodearía a los discípulos del afecto que ella sentía hacia Jesús, según el encargo que recibió al pie de la Cruz, y se vería fortalecida por el amor que ellos profesarían a la madre del Maestro.

Para María permanecer en el amor tiene una estructura pascual, su icono es el Cristo Crucificado-Resucitado. Esto se vivencia a través de una pedagogía simultánea, a saber: por un lado, Quien ama tiene los estigmas del Crucificado-Resucitado y no sus cicatrices. Éstas son heridas que uno ha sufrido en la vida y que se espera que el tiempo cierre; en cambio, los estigmas son heridas frescas, sangre viva, amor real, impreso además en el cuerpo. Esto sucede en Jesús, el Cristo, en cuyos miembros el amor ha escrito su relato con el alfabeto de las heridas, indelebles como el amor mismo.
Por el otro, quien tiene los estigmas es un resucitado. Los estigmas son signo de la vida nueva que puede ser transmitida a los otros, más fuertes que toda muerte. Éste es el sentido de las apariciones del Crucificado-Resucitado. Quien lleva los estigmas testimonia exactamente que la herida impresa por la “muerte” no tiene poder mortal, no es muerte, se ha convertido en fuente de vida. Esto es lo que Pablo le refería a los Corintios: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2Cor 4,10-12). Cuando los discípulos o discípulas llevamos los estigmas del Crucificado-Resucitado en nuestros cuerpos, con ellos afirmamos, que el amor de Dios en nosotros siempre reverdece y florece en toda la alegría y gloria que él es en sí mismo, porque la principal pasión de Dios es dar vida, sobre todo allí donde al creyente le parece imposible.


Los apóstoles aprendieron a ser testigos en la escuela de María, aprendamos también nosotros, en la escuela de María, a adentrarnos en las aguas profundas del Evangelio, como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, para ello nos recomienda: Es conveniente utilizar la brújula de la fe para no perdernos. Es solidario desplegar las velas de la esperanza y del amor para no hundirnos en nuestros exclusivos intereses Es prudente llevar el ancla del perdón para detenernos, como ella lo hizo, y ayudar o proclamar la presencia de Dios en nuestros corazones. Es ventajoso remar con el soplo del Espíritu Santo y, con sólo esa seguridad, saber que no hay olas gigantes para el que siempre cree y pone en Dios la última palabra.

Fr. Vladimir Pérez, O. Carm

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